“Y por ellos yo me santifico, para que ellos también sean santificados en la verdad” (Juan 17: 19).
El ideal al que servimos y por el que nos esforzamos por alcanzar nunca podría evolucionar desde nosotros si no estuviera potencialmente implicado en nuestra naturaleza.
Mi propósito ahora es volver a contar y enfatizar una experiencia que tuve hace dos años. Creo que estas citas de mi escrito “La Búsqueda” nos ayudarán a entender el funcionamiento de la ley de la conciencia, y nos mostrará que no tenemos a nadie a quien cambiar más que a uno mismo.
Una vez, en un intervalo de ocio en el mar, yo medité sobre el “estado perfecto” y me pregunté cómo sería yo si tuviera ojos demasiados puros para contemplar la iniquidad, si para mí todas las cosas fueran puras y estuviera yo sin condenación. Mientras me perdía en esta intensa cavilación, me encontré elevado por encima del oscuro ambiente de los sentidos. Tan intensa fue la sensación que sentí que era un ser de fuego habitando en un cuerpo de aire. Voces como de un coro celestial, con la exaltación de los que han sido vencedores en un conflicto con la muerte, estaban cantando: “Ha resucitado, ha resucitado”, e intuitivamente supe que se referían a mí.
Luego me pareció estar caminando en la noche. Pronto me encontré con una escena que podría haber sido el antiguo estanque de Betesda, ya que en este lugar había una gran multitud de gente impedida -ciegos, paralíticos, lisiados- esperando, no el movimiento del agua como era la tradición, sino esperándome a mí. A medida que me acercaba, sin pensar ni esforzarme, se iban moldeando uno tras otro como por el Mago de la Belleza. Ojos, manos, pies – todos los miembros que les faltaban- eran traídos de alguna reserva invisible y moldeados en armonía con esa perfección que yo sentía que brotaba de mí. Cuando todos se perfeccionaron, el coro regocijó, “Está terminado”. Entonces la escena se disolvió y me desperté.
Sé que esta visión fue el resultado de mi intensa meditación sobre la idea de perfección, ya que mis meditaciones invariablemente traen unión con el estado contemplado. Había estado tan completamente absorbido con la idea que por un momento me había convertido en lo que contemplaba, y el elevado propósito con el que me había identificado en ese momento atrajo la compañía de cosas elevadas y moldeó la visión en armonía con mi naturaleza interna. El ideal con el cual estamos unidos trabaja por asociación de ideas para despertar miles de estados de ánimos y crear un drama acorde con la idea central.
Mis experiencias místicas me han convencido de que no hay otra forma de atraer la perfección externa que buscamos que no sea la transformación de nosotros mismos. En el momento en que conseguimos transformarnos a nosotros mismos, el mundo se desvanecerá mágicamente ante nuestros ojos y se remodelará en armonía con lo que afirma nuestra trasformación.
En la economía divina nada se pierde. No podemos perder nada sino por el descenso de la esfera donde la cosa tiene su vida natural. No hay poder transformador en la muerte y, estemos aquí o allá, modelamos el mundo que nos rodea por la intensidad de nuestra imaginación y sentimiento, e iluminamos u oscurecemos nuestra vida por los conceptos que sostenemos de nosotros mismos. Nada es más importante para nosotros que la concepción que tenemos de nosotros mismos, esto es especialmente cierto en lo que respecta a nuestro concepto del Uno dimensionalmente más grande dentro nuestro.
Aquellos que nos ayudan o nos obstaculizan, ya sea que lo sepan o no, son los sirvientes de esa ley que moldea las circunstancias externas en armonía con nuestra naturaleza interna. Es nuestro concepto de nosotros mismos lo que nos libera o nos encadena, aunque puede usar agencias materiales para lograr su propósito.
Ya que la vida moldea el mundo externo para reflejar la disposición interna de nuestras mentes, no hay manera de lograr la perfección externa que buscamos, si no es mediante la transformación de nosotros mismos. Ninguna ayuda viene de afuera; las colinas a las que alzamos nuestros ojos son las de un rango interno. Es a nuestra propia conciencia a la que debemos volvernos como la única realidad, al único fundamento sobre el que pueden explicarse todos los fenómenos. Podemos confiar absolutamente en la justicia de esta ley, que nos dará solo lo que es de la naturaleza de nosotros mismos.
Intentar cambiar el mundo antes de cambiar nuestro concepto de nosotros mismos es luchar contra la naturaleza de las cosas. No puede haber un cambio externo mientras no haya primero un cambio interno. Como es adentro, así es fuera. No estoy abogando por la indiferencia filosófica cuando sugiero que nos imaginemos a nosotros mismos que ya somos lo que queremos ser, viviendo en una atmósfera mental de grandeza, en lugar de utilizar medios físicos y argumentos para lograr el cambio deseado. Todo lo que hacemos, si no va acompañado de un cambio de conciencia, no es más que un inútil reajuste de superficies. Por mucho que nos esforcemos o luchemos, no podemos recibir más de lo que afirman nuestras asunciones. Protestar contra cualquier cosa que nos suceda es protestar contra la ley de nuestro ser y nuestro dominio sobre nuestro propio destino.
Las circunstancias de mi vida están demasiado relacionadas con el concepto que tengo de mí mismo como para no haber sido formadas por mi propio espíritu desde algún almacén dimensionalmente más grande de mi ser. Si hay dolor para mí en estos acontecimientos, yo debería buscar la causa dentro de mí mismo, porque yo me muevo aquí y allí y vivo en un mundo en armonía con mi concepto de mí mismo.
La meditación intensa produce una unión con el estado contemplado y durante esta unión vemos visiones, tenemos experiencias y nos comportamos de acuerdo con nuestro cambio de conciencia. Esto nos muestra que una transformación de la conciencia tendrá como resultado un cambio de entorno y comportamiento.
Todas las guerras demuestran que las emociones violentas son extremadamente potentes para precipitar reajustes mentales. A cada gran conflicto le ha seguido una era de materialismo y codicia en la que los ideales por los que aparentemente se libró el conflicto quedan sumergidos. Esto es inevitable porque la guerra evoca el odio que impulsa un descenso en la conciencia desde el plano del ideal hasta el nivel donde se libra el conflicto. Si nos emocionáramos tanto por nuestros ideales como lo hacemos por nuestras aversiones, ascenderíamos al plano de nuestros ideales con la misma facilidad con la que ahora descendemos al nivel de nuestros odios.
El amor y el odio tienen un mágico poder transformador, y al ejercitarlos nos convertimos en la semejanza de lo que contemplamos. Mediante la intensidad del odio creamos en nosotros la naturaleza que imaginamos en nuestros enemigos. Las cualidades mueren por falta de atención, por tanto, los estados desagradables pueden ser borrados imaginando “belleza en lugar de cenizas y alegría en lugar de luto”, más que atacando directamente el estado del que nos queremos librar. “Todo lo que es bello y de buen nombre, piensa en ello” pues nos convertimos en aquello con lo que estamos en sintonía.
No hay nada que cambiar más que nuestro concepto de sí mismo. Tan pronto como consigamos transformar el yo, nuestro mundo se disolverá y remodelará en armonía con lo que nuestro cambio afirma.